11 de julio de 2012
Ex agente habla de sus revelaciones en libro La Danza de los Cuervos
‘El Mocito’ de Manuel Contreras: “Ricardo Claro era un millonario que financiaba a la DINA”
El fallecido empresario —quien fuese principal accionista del Grupo Claro, propietario del canal Megavisión y la Compañía Sudamericana de Vapores— fue visto por Jorgelino Vergara en el cuartel general de la policía secreta de Pinochet y en una de las casas que ocupaba en el Cajón del Maipo. Un retraso en la paga de los sueldos hizo que se enterara que, en más de una ocasión, el organismo represor “buscara” a Ricardo Claro para que “facilitara la plata”.
En los capítulos 8 y 16 del libro “La Danza de los Cuervos” del periodista Javier Rebolledo, Jorgelino Vergara, “el mocito” del general Manuel Contreras, da a conocer detalles escabrosos de cómo funcionaba el cuartel de la DINA “Brigada Lautaro” que se ubicaba en la comuna de La Reina y sobre la desaparición de prisioneros durante la dictadura militar.
Y una cosa más: la relación del fallecido empresario Ricardo Claro —quien fuese principal accionista del Grupo Claro, propietario del canal Megavisión y la Compañía Sudamericana de Vapores— con la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA).
“Lo vi en algunas ocasiones”, ahonda “El Mocito” en la entrevista de Tomás Mosciatti en CNN Chile. Dice que lo reconoció en el Cuartel General de la DINA y en la Casa de Piedra ubicada en el Cajón del Maipo.
“Fue en una oportunidad cuando estaban en vacaciones de invierno la familia del general Manuel Contreras. Y él llegó allá con un grupo de guardaespaldas”, agrega.
Explica entonces que el empresario “financiaba parte de la DINA que era el departamento de todos los empleados que éramos civiles”. Asegura que “le consta” y recuerda de cómo se enteró de aquello.
“Normalmente se pagaba todos los 18 de cada mes y cuando se retasaron los sueldos la institución recurría a Ricardo Claro para que facilitara la plata (…) era como prestamos que él hacía. Pienso que era un tipo multimillonario que colaboraba con la DINA”, indica.
El hecho es relatado con detalle en el texto de Rebolledo: “A ellos les pagaban los primeros de cada mes, puntual siempre, como al resto del personal que era parte del Ejército. Todo se hacía a través de una empresa que se llamaba Boxer y Asper Limitada y que más adelante, no recuerda exactamente cuándo pasó a llamarse simplemente Asper. Todas las colillas de sueldos de los funcionarios civiles, o la mayoría, según le consta, pertenecían a estas empresas. La oficina estaba ubicada a un costado del paseo Ahumada, en la calle La Bolsa, justo en la punta de diamante, segundo piso”.
“¿Cómo sabía que Claro estaba detrás? Cuando comenzaron a atrasarse los sueldos, él y otros civiles pidieron explicaciones al encargado de la plana mayor del cuartel. En ese momento era el “Viejo” Sagardía. Tomó el teléfono delante de ellos y habló con la secretaria de Boxer y Asper. Le decía a ella que por favor le pidiera los sueldos a don Ricardo Claro. Y eso pasó varias veces”. (Capítulo 16 de “La Danza de los Cuervos”).
“¿Cómo sabía que Claro estaba detrás? Cuando comenzaron a atrasarse los sueldos, él y otros civiles pidieron explicaciones al encargado de la plana mayor del cuartel. En ese momento era el “Viejo” Sagardía. Tomó el teléfono delante de ellos y habló con la secretaria de Boxer y Asper. Le decía a ella que por favor le pidiera los sueldos a don Ricardo Claro. Y eso pasó varias veces. Cada vez que se atrasaban los sueldos, el “Viejo” Sagardía siempre hablaba directamente con la “Chica” Peki, que trabajaba en el cuartel general con el coronel. Entonces ella le decía: “Ya está lista la solicitud firmada por el coronel [o por Pedro Espinoza] para que salgan los sueldos de Boxer y Asper”.
“El comentario generalizado era ése: Claro los salvaba con dinero, aportes, todo el tiempo. A veces iba al cuartel general y después de esas visitas aparecían las platas y los inventos especiales de Michael Townley, los adelantos tecnológicos”.
“¿Volvió a ver a Ricardo Claro alguna otra vez? El 76 o el 77, ya no lo recuerda con claridad. El hombre llegó y subió hasta el segundo piso del cuartel. Se encerró con el coronel, también con Pedro Espinoza y con Álvaro Corbalán”, precisa el capítulo 16 de la “Danza de los Cuervos”.
“Sobre los métodos de tortura utilizados en las instalaciones de la DINA, “El Mocito” dice que el uso de electricidad, golpes, patadas y asfixia eran habituales, y que se usaba gas sarín e inyecciones letales de cianuro para terminar con la vida de los agonizantes prisioneros.
En ese contexto, recuerda los llamados telefónicos de Manuel Contreras. Para Jorgelino Vergara, el general retirado del Ejército y jefe de la DINA es el único autor directo de las órdenes de asesinato en contra de los detenidos. En algunas ocasiones lo escuchó decir: “a este tipo ya no se le puede estrujar más… mátenlo”.
elmostrador
23 de junio de 2012
La danza de los cuervos, libro de editorial Ceibo, se lanza el próximo lunes
Los pasajes más duros de la oscura historia de la DINA
A la venta a partir de hoy en librerías de Santiago, el libro del periodista Javier Rebolledo narra la vida de Jorgelino Vergara, El Mocito de la DINA, y con ello el episodio más crudo de la historia chilena: los crímenes de la Brigada Lautaro en el cuartel Simón Bolívar, el único centro de exterminio conocido hasta ahora. Esta vez las divulgaciones vienen de boca de los propios ex agentes de la dictadura. En exclusiva, episodios textuales del relato.
Junto a las confesiones de sus ex compañeros en el caso Calle Conferencia (aún en sumario investigativo), Jorgelino revela el episodio más violento que registra la historia de Chile: el exterminio de un número indeterminado de seres humanos, muchos de ellos militantes del partido Comunista, pero también muchos ciudadanos sin participación política.
Además, el relato da cuenta detallada del día a día al interior del único centro de exterminio conocido hasta ahora, al más puro estilo de los nazis. Acá, a diferencia de otras narraciones, es la visión de los victimarios, la confesión de sus crímenes, lo que construye la historia.
A pesar de que hoy se encuentra a la venta en librerías de Santiago, el lanzamiento oficial será próximo lunes 25 de junio a las 19:30 horas en la sala Master de la Radio Universidad de Chile
A continuación, citas escogidas de La Danza de los Cuervos:
Los huesos de las canillas
“Luego de Jorgelino, Eduardo Oyarce describió el crimen de Fernando Ortiz cerca del gimnasio. Se entretuvieron golpeándolo durante toda la noche el suboficial de Ejército Hiro Álvarez Vega y uno más. Solo le conocía la “chapa”: el “Pato Lucas”. “Fue golpeado brutalmente con palos en las canillas, al punto que se podían ver los huesos, y lo dejaron moribundo. Eso fue aprovechado por los torturadores para pisarle el pecho a la altura del corazón, supuestamente para revivirlo”.
Héctor Valdebenito, el “Viejo Valde”, reconoció haberlo visto morir mientras lo interrogaba. Según él, ahí le dijo su nombre y que lo habían detenido en la calle Pedro de Valdivia. “Yo me acerqué, me puse frente a él, le hice una pregunta y me percaté de que el hombre hablaba entrecortado, bajito y a consecuencia de los golpes que había recibido de el ‘Elefante’ [Juvenal Piña] y ‘Mario Primero’ [Eduardo Reyes Lagos]. De ahí comenzó a perder la voz, se inclinó hacia el lado derecho y al verlo que estaba desmayado, llamo a Morales, Barriga y Lawrence y ahí constataron que estaba muerto”.
Quedó tirado a un costado del gimnasio junto a otros detenidos, amarrados y sentados en el piso, aún vivos.
Ese mismo día, el cocinero Carlos Marcos Muñoz vio en el gimnasio, en malas condiciones físicas, al grupo de detenidos aún vivos. Uno, al que luego identificó como Horacio Cepeda Marinkovic, miembro de la dirección clandestina de Fernando Ortiz, le pidió un vaso de agua. Se lo llevó y al instante el hombre comenzó a vomitar sangre. Cayó al suelo, aparentemente muerto. “Ese mismo día, mientras estaba en la cocina, observé que el funcionario de Carabineros de apellido Pichunman le quemó las huellas digitales y la cara con un soplete”.
Recordó también que ese detenido fue ensacado por el “Chancho” Daza y lo cargó hasta la camioneta Chevrolet C-10 del cuartel.
Eduardo Oyarce declaró haber visto el momento de la muerte de Horacio Cepeda Marinkovic. “Estuvo detenido por cerca de cinco días para posteriormente ser eliminado con golpes de palos en la cabeza dados por el ‘Elefante’ [Juvenal Piña, asesino de Víctor Díaz], quien también le apretaba la tráquea. Yo lo vi y podía escuchar los gritos que daba el viejito”.
Varios agentes coinciden en que durante ese día y el siguiente hubo un grupo más o menos numeroso de detenidos en el cuartel Simón Bolívar. Las versiones van de seis a quince.
Probablemente eran los cuerpos de los once miembros de la dirección clandestina del Partido Comunista encabezada por Fernando Ortiz: Armando Portilla, Fernando Navarro, Lincoyán Berríos, Horacio Cepeda, Waldo Pizarro, Reinalda Pereira, Luis Lazo, Héctor Véliz, Lisandro Cruz y Edras Pinto, junto a los militantes del MIR Edmundo Araya y Carlos Durán que, por ese tiempo, estaban coordinados con el Partido Comunista. (Capítulo 27, Pidiendo huevadas).
Desnucado
“Echamos a la rastra al automóvil al detenido y partimos junto a Daza, Escalona y al parecer Meza, hacia la cuesta Barriga. Al llegar a la cueva nos metimos a la entrada y dije a los demás que cumpliéramos la orden. En ese momento, Daza tomó por atrás al detenido, pasándole el brazo por el cuello, y el detenido, a pesar de lo mal que estaba, reaccionó y comenzó a patalear, hasta que le tomé los pies mientras otros lo aseguraban por arriba, y en ese momento fue que Daza le dio giro al cuello del detenido muy brusco hacia un lado y lo desnucó. El detenido quedó inmóvil, muerto. El cuerpo fue cargado por otros dos, yo alumbré con linterna, lo llevaron al fondo y fue lanzado al pozo. Nunca antes conté esto, ni a mi familia”. (Capítulo 24, La limpieza mecanica. Declaración policial del agente Héctor Valdebenito referente al crimen del militante del MIR, Ángel Guerrero Carrillo).
El buen sirviente
“Dentro del ambiente también él tenía que encajar, estar a la altura. Si pasaba por el lado miraba al detenido con desprecio, eso estaba bien visto. O una patada, también. Así, dentro de ese sistema, nadie podía fallar. Tampoco él. Todos perros. Todos locos. No mostrar ni un sentimiento de compasión. Por dentro, obvio, sentía algo, pero quería estar dentro de ese grupo para ascender y hacer su carrera de militar. Si lo veían débil, aunque no le dijeran nada, se iban a dar cuenta. “El cabro no sirve, no es un duro, no es perro como nosotros”. Eso no, no quería quedar fuera.
¿Tenía la libertad para irse y abandonar todo eso? Lo pensó muchas veces, pero nada. Inaceptable. Era volver a la calle, dejar el mundo en el que estaba aprendiendo, donde recibía el alimento diario y las enseñanzas. O quizás podía ser peor, bastaba con un “elimínenlo”.
Entonces, cuando se mostraba así, como ellos, malo, frío, cuando daba patadas, cuando miraba con odio a un detenido, con una palabra, un grito, de vuelta recibía un gesto de aprobación. “Vas bien, vas por el buen camino”.” (Capítulo 26, La presa mayor)
Sartenazos en la cabeza
“Germán Barriga Muñoz, el jefe máximo de Delfín y capitán de Ejército, nunca se enojaba, siempre andaba con una sonrisa, de hablar pausado, tranquilo y nervioso a la vez. “¿Cómo llamarlo?… Poco confiable, eso”. Un cínico.
A ella, a Reinalda, le estaban dando entre Barriga y Lawrence. También estaban presentes Gladys Calderón y Teresa Navarro.
No conocía su nombre en ese momento. Ella estaba sobre la parrilla con los ojos cubiertos por una venda. Giraba la “gigí”, dale que dale; Barriga y Lawrence observando, haciendo preguntas, golpeándola con todo lo que tenían a mano.
Por favor, que la mataran, gritaba ella. Estaba hecha pedazos. Así no podría tener a su hijo, no iba a poder nacer con el daño que ella tenía en todo su cuerpo. Estaba segura. Así que, “por favor, mátenme”. Mientras tanto, él estaba ordenando unos libros en la oficina. Y Barriga y Lawrence comenzaron a reír fuerte. “Estaba pidiendo huevadas”. Lawrence fue hasta una cocinita al lado de la oficina. Y volvió con una sartén grande. Comenzó a golpearla en la cabeza, con violencia, una y otra vez. La estaban haciendo papilla.
Barriga tenía una pistola en la mano apuntando a la sien de la mujer ensangrentada, ya medio ida. Pasaba un segundo, otro más, le prometía que la iba a matar… percutaba el arma. Y nada, era una falsa ejecución. Se reían. (Capítulo 27, Pidiendo Huevadas)
Con una bolsa plástica
“Partió a los calabozos. Entró a la habitación de Víctor Díaz y lo miró. Estaba en buen estado de salud y con sus vestimentas. Amarrado de pies y manos. “En ese mismo momento le manifiesto a Díaz que me perdonara por la acción que iba a llevar a cabo, es decir su posterior muerte. En ese instante un agente, no recuerdo quién, me entregó una bolsa de nylon de supermercado, la que utilicé para introducir la cabeza de Díaz, momento en el que presioné esta bolsa a su cuello con el fin de impedir el paso de oxígeno a su cuerpo. Al cabo de unos tres minutos observé que ya no tenía signos vitales, instante en que terminé de presionar la bolsa, para salir del dormitorio inmediatamente, por cuanto me encontraba choqueado por la acción que había ejecutado”. (Capítulo 26, La presa mayor. Declaración policial del agente Juvenal Piña referente al crimen del subsecretario comunista, Víctor Díaz).
Conejillos de indias
“Esa vez llegó el coronel Contreras al cuartel. No iba casi nunca, pero era una ocasión especial. Venía acompañado del “Gringo” Michael Townley y de Chiminelli. Los esperaban Juan Morales, Fernández Larios, Barriga, Lawrence y varios suboficiales.
Él estaba en el casino, casi en la puerta de salida que conectaba con la cocina. Todos llegaron hasta ahí juntos. Y los peruanos también, torso desnudo, vista vendada, manos atrás esposadas. Comenzó a calentar el agua por si acaso, preparó la bandeja con las tazas y el café. Listo, dispuesto.
Dos agentes pusieron a los peruanos contra uno de los muros del lugar. Townley, el coronel y el resto se ubicaron frontalmente en relación con los extranjeros, a una distancia de unos diez metros más o menos.
El “Gringo” Townley sacó entonces un aparatito. Era como un control remoto con unas antenitas pequeñas y le comenzó a mostrar al coronel la forma de utilizarlo. El coronel lo agarró entre sus manos y apuntó. En un instante salió volando el dardo. Antes de siquiera verlo ya estaba pegado sobre la boca del estómago de uno de los detenidos.
El coronel movió la palanquita del control remoto y el peruano cayó de inmediato al piso, fulminado, contorsionándose en un millón de contracciones musculares, de un lado para otro durante un rato. Los presentes observaban el nuevo invento y los efectos de la prueba. El coronel movió la palanca de vuelta y las convulsiones se detuvieron. (…) (Capítulo 20, Oscuro plumaje)
Chile: El Auschwitz de Pinochet
por Francisco Marín / Proceso
Martes, 03 de Julio de 2012 15:56
Recién ahora se reconoció la existencia de un centro de exterminio de la dictadura pinochetista donde fueron torturados y ejecutados, entre otros, los dirigentes del Partido Comunista de Chile y los militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR).
Un libro de reciente aparición (La danza de los cuervos. El destino final de los detenidos-desaparecidos, de Javier Rebolledo) revela un hecho que se mantuvo en secreto durante más de 30 años y que se conoció hace un lustro, aunque sólo en el ámbito judicial chileno: la existencia de un centro de exterminio de la dictadura pinochetista donde fueron torturados y ejecutados, entre otros, los dirigentes del Partido Comunista de Chile y los militantes del MIR; un sitio donde ocurrieron tragedias que evocan las de los campos de concentración del régimen nazi.
Poco más de 30 años duró el pacto de silencio sellado por asesinos y encubridores que guardaron uno de los mayores secretos de la dictadura pinochetista. Jorgelino Vergara, El Mocito, fue quien descorrió el velo: En la comuna de La Reina –en la capital chilena– funcionó el cuartel Simón Bolívar, un centro de exterminio de la Dirección Nacional de Inteligencia (Dina).
Allí operó la Brigada Lautaro, unidad creada en abril de 1974 para dar protección al jefe de la Dina, el coronel Manuel Contreras.
A las órdenes de éste la Brigada Lautaro –comandada por el coronel Juan Morales Salgado– asesinó a cientos de personas con métodos en extremo crueles, algunos de ellos experimentales. No se conoce la cifra exacta de muertos, pero sí se tiene la certeza de que ninguno de los que ingresaron como prisioneros al cuartel Simón Bolívar vivió para contarla. Todos desaparecieron.
A las órdenes de éste la Brigada Lautaro –comandada por el coronel Juan Morales Salgado– asesinó a cientos de personas con métodos en extremo crueles, algunos de ellos experimentales. No se conoce la cifra exacta de muertos, pero sí se tiene la certeza de que ninguno de los que ingresaron como prisioneros al cuartel Simón Bolívar vivió para contarla. Todos desaparecieron.
En enero de 2007 Vergara fue localizado por agentes de la Brigada de Derechos Humanos de la Policía de Investigaciones (PDI) que indagaban la desaparición de la cúpula del Partido Comunista de Chile, ocurrida en mayo de 1976.
Vergara cooperó con la justicia. Como consecuencia de sus declaraciones se produciría el mayor número de procesamientos en la historia de los juicios por violaciones a los derechos humanos ocurridos en la dictadura militar (1973-1990).
Pero casi nada de esta historia se había publicado. Las declaraciones del Mocito estaban protegidas por el secreto del sumario de esta causa (número 2182-98). Cuando ocurrieron los procesamientos se supo de la existencia del cuartel Simón Bolívar y de la Brigada Lautaro pero no se conocieron los detalles de lo que allí sucedió: sólo retazos.
De ahí la importancia de la reciente publicación del libro La danza de los cuervos. El destino final de los detenidos-desaparecidos (Ceibo Ediciones, 2012), del periodista Javier Rebolledo.
En entrevista con Proceso el autor señala que “no hay registro hasta ahora en nuestro país, en ningún libro de historia ni en ningún libro de periodismo, de un episodio tan crudo como este”.
El ventilador
La historia de las revelaciones del Mocito comienza el 19 de enero de 2007. Ese día el inspector de la PDI, Claudio Pérez, lo encontró en una aldea en medio de un bosque de la Cordillera de la Costa, en la región del Maule.
Pérez había seguido su pista durante seis meses debido a que un agente de la Dina acusó a Vergara de haber asesinado en 1976, con sus propias manos, al subsecretario general del Partido Comunista, Víctor Díaz López.
Pérez le explicó a Vergara el motivo de su visita y le pidió que lo acompañara para rendir una declaración.
–Los estaba esperando hace mucho tiempo – respondió El Mocito, consigna el libro.
El inspector le tomó la declaración en una comisaría de la PDI en Curicó. De entrada El Mocito se mostró indignado por haber sido inculpado en la muerte de Díaz y no se anduvo por las ramas: dijo que sabía quién lo había matado.
El inspector le tomó la declaración en una comisaría de la PDI en Curicó. De entrada El Mocito se mostró indignado por haber sido inculpado en la muerte de Díaz y no se anduvo por las ramas: dijo que sabía quién lo había matado.
“Esa noche la historia desconocida de Chile, la del único cuartel dedicado de modo expreso al exterminio, donde se decidió el destino final de los detenidos, las matanzas y lo que debieron sufrir los secuestrados antes de ser asesinados comenzaba a fluir por boca de quien decía no haber tenido poder alguno dentro de la estructura de la Dina ni de la Brigada Lautaro.
“Dueño de una memoria fotográfica, Jorgelino recordaba decenas y decenas de nombres, sus chapas (nombres en clave), los cargos y funciones que desempeñaba cada uno en la Brigada Lautaro, las instituciones a las que pertenecían y la crueldad que los caracterizaba (…) nunca algún agente de la Dina se había prestado para describir, desde las entrañas de la estructura misma, algo así de explícito y violento”.
Después de firmar la declaración, Jorgelino Vergara fue trasladado al Palacio de Tribunales en Santiago. Allí lo esperaba el ministro Víctor Montiglio quien, alertado por los policías de la trascendental información proporcionada por Vergara, quiso tomar personalmente una nueva declaración.
Hasta ese momento Montiglio era conocido por haber aplicado sistemáticamente la Ley de Amnistía de 1978 en casos de crímenes de lesa humanidad. “Por su postura se había granjeado el odio y desprecio de numerosos familiares de detenidos-desaparecidos”, afirma Rebolledo en su libro. Sin embargo, el conocimiento de los horrores de la Brigada Lautaro lo sensibilizó. Sus resoluciones lo evidencian.
En marzo de 2007 Montiglio dictaría el mayor procesamiento en la historia de los juicios por crímenes cometidos durante el periodo más cruel de la dictadura. “74 agentes pertenecientes a la Brigada Lautaro de la Dina, procedentes de todas las ramas y rangos de las fuerzas armadas y de orden, estaban tras las rejas gracias a la memoria fotográfica y a la revancha del Mocito.
“Fueron detenidos en distintos puntos del país en el más absoluto sigilo, sin darles tiempo ni posibilidad de ponerse de acuerdo entre ellos para coordinar el contenido de sus declaraciones. Debido al bajo perfil y al evasivo estilo de vida que suelen llevar, a muchos costó rastrearlos. Además un número importante de ellos jamás habían sido nombrados previamente en un proceso judicial, por lo que prácticamente no existían. A la larga todos cayeron y los penales destinados a este tipo de criminales debieron duplicar y triplicar sus esfuerzos para darles ‘alojamiento’”.
A pesar de su valiosa colaboración, Vergara también fue detenido e incomunicado en la Cárcel Pública de Santiago. Permaneció ahí dos meses.
Fueron numerosos los careos en los que Jorgelino Vergara se vio enfrentado a los agentes que él acusó de participar en los crímenes de la Brigada Lautaro. “Frente a frente y en presencia del ministro, todos lo negaron. Nunca lo habían visto, decían”.
Pero el jefe de la brigada, Morales Salgado, no pudo negarlo: lo reconoció e incluso lo definió como “un cabro (muchacho) muy esforzado”.
Luego otro agente de la brigada, Jorge Pichunmán Curiqueo, también lo reconocería. “Así, poco a poco al comienzo y luego con velocidad pasmosa, el castillo de mentiras y el pacto de silencio se fueron resquebrajando y convirtiéndose en una avalancha de recriminaciones y acusaciones cruzadas. ‘Yo no fui, él fue’, se repitió tantas veces que pronto los agentes de la Dina ya no pudieron ponerse de acuerdo.
Luego otro agente de la brigada, Jorge Pichunmán Curiqueo, también lo reconocería. “Así, poco a poco al comienzo y luego con velocidad pasmosa, el castillo de mentiras y el pacto de silencio se fueron resquebrajando y convirtiéndose en una avalancha de recriminaciones y acusaciones cruzadas. ‘Yo no fui, él fue’, se repitió tantas veces que pronto los agentes de la Dina ya no pudieron ponerse de acuerdo.
“Las traiciones parecían venir de todos lados y algunos de ellos comenzaron a confesar más y más y así entraron en detalles tan escabrosos o más que los narrados por el propio Jorgelino. Montiglio, desde el otro lado de la mesa, no perdonaba; interrogaba y volvía a interrogar minuciosamente a todos los agentes, hasta que casi cuatro años más tarde recibió una noticia inesperada: había contraído un cáncer que resultaba tan fulminante como mortal. Apenas alcanzó a solicitar su jubilación antes de ser internado en el hospital. Murió el 30 de marzo de 2011”.
El caso sigue abierto, al parecer sin diligencias pendientes, esperándose en breve la sentencia. Todos los agentes de la Dina que han sido procesados en esta causa contra los dirigentes del Partido Comunista desaparecidos en 1976, esperan en libertad el veredicto.
“El Mocito”
Jorgelino Vergara nació en una familia muy pobre de la región del Maule. Su madre murió cuando él era casi un bebé. En 1974 –cuando tenía 14 años– sus hermanos José Vicente y Rosamel lo fueron a buscar al fundo donde trabajaba casi como esclavo, en el sector Los Niches, del Maule. Ellos vivían en Santiago donde trabajaban para el director de la Empresa de Correos y Telégrafos, el general Galvarino Mandujano, compadre de Contreras.
Recomendado por aquél, Jorgelino ingresó como asistente de mozo en la casa del coronel. Allí conoció a otros de los capos de la dictadura: Miguel Krassnoff, jefe de la Brigada Caupolicán (la encargada de eliminar al Movimiento de Izquierda Revolucionaria, tarea que realizó entre 1974 y 1975); Marcelo Moren Brito, jefe del centro de tortura Villa Grimaldi; Burgos de Beer, ayudante personal de Contreras.
“Le quedó registrado de aquellos encuentros que hablaban de ‘paquetes’ (…) de cuántos habían sido dados de baja. A personas eliminadas se referían. Y el coronel (Contreras) al otro lado, inmutable. Firmaba todos los documentos, porque todo quedaba documentado”. El Mocito escuchaba y retenía todo lo que podía. Le gustaba saber.
En el invierno de 1976, a los 16 años, Jorgelino Vergara fue contratado para trabajar en la Dina. La chapa que eligió fue Alejandro dal Pozzo Ferreti. Después de firmar un contrato y hacer el juramento de confidencialidad fue llevado por dos agentes de la Dina al ultrasecreto cuartel de la Brigada Lautaro. El coronel Morales lo recibió y le mostró el recinto.
Auschwitz en pequeño
Un día Jorgelino estaba de guardia en la garita ubicada al lado del portón de entrada cuando llegaron unos extranjeros. Eran peruanos o bolivianos.
“Casi de inmediato llegó caminando el capitán Morales Salgado junto al capitán Germán Barriga y el teniente Ricardo Lawrence. Entre los tres los empezaron a interrogar ahí mismo. Gritos, golpes. El más loco esa vez era sin duda el capitán Morales. La cabeza se azotaba y volvía a levantarse. Todo el rostro roto. Una mezcla de sangre, tierra y los granos de maicillo incrustados en la piel. ¿Qué iban a responder si esos peruanos no sabían nada? Seguro cayeron detenidos por equivocación. O tal vez eran parte de un plan. Conejillos de Indias.
“Dos agentes pusieron a los peruanos contra uno de los muros del lugar (…) El Gringo (Michael) Townley sacó entonces un aparatito. Era como un control remoto con unas antenitas pequeñas y le comenzó a mostrar al coronel (Morales) la forma de utilizarlo. El coronel lo agarró entre sus manos y apuntó. En un instante salió volando el dardo.
Antes de siquiera verlo ya estaba pegado sobre la boca del estómago de uno de los detenidos. El coronel movió la palanquita del control remoto y el peruano cayó de inmediato al piso, fulminado, contorsionándose en un millón de contracciones musculares, de un lado para otro durante un rato. (…) Más de 200 voltios y un alcance de 50 metros”.
Días después los peruanos murieron cuando les aplicaron gas sarín en la cara. Fallecieron instantáneamente. Los agentes de la Dina estaban poniendo a prueba la efectividad de esa arma, que se barajó como una de las posibles a utilizar para asesinar al excanciller Orlando Letelier.
“Townley viajaría a Estados Unidos, a Washington concretamente, con pasaporte falso; se reuniría con Armando Fernández Larios y recibiría de él información acerca de los movimientos de Orlando Letelier en esa ciudad. Su misión era asesinarlo. A ese viaje llevó un frasco de perfume Chanel número 5 lleno de gas sarín. Era una de las posibilidades para eliminar a Letelier. Finalmente, por razones logísticas, se decidió matarlo por medio de una bomba a control remoto”.
A medida que pasaba el tiempo Jorgelino se endurecía al punto de lograr despreciar a los comunistas y asumirlos como “destruye-patrias”. En cierta forma –pensaba– se lo tenían merecido “por intentar acabar con el país”.
Pero El Mocito reconoce haber sentido especial aprecio por Víctor Díaz, ejecutado por Juvenal Piña Garrido, El Elefante, quien confesó cómo lo hizo. Dijo que entró al calabozo de este prisionero y lo vio: estaba amarrado de pies y manos.
“En ese mismo momento le manifiesto a Díaz que me perdonara por la acción que iba a llevar a cabo, es decir su posterior muerte. En ese instante un agente, no recuerdo quién, me entregó una bolsa de nylon de supermercado, la que utilicé para introducir la cabeza de Díaz, momento en el que presioné esta bolsa a su cuello con el fin de impedir el paso de oxígeno a su cuerpo. Al cabo de unos tres minutos observé que ya no tenía signos vitales, instante en que terminé de presionar la bolsa, para salir del dormitorio inmediatamente, por cuanto me encontraba choqueado por la acción que había ejecutado”.
El cuerpo de Díaz fue trasladado al Regimiento Peldehue donde fue subido a un helicóptero y arrojado al mar, como se hizo con muchos otros detenidos asesinados. Otros fueron enterrados en recintos militares o en lugares alejados de la ciudad.
Consultado respecto de qué conclusiones saca de lo relatado por El Mocito, Rebolledo señala que el cuartel Simón Bolívar “es un mini-Auschwitz; por ende tenemos que reconocer, aceptar, estudiar y hacer todo lo que sea necesario para entender lo que pasó. Porque si caímos tan bajo, es porque algo pasa… algo pasó con la identidad, con el ser de Chile que, a mi parecer, no ha cambiado mucho”.
Rebolledo expresa: “Me encantaría que se comprendiera la importancia de preservar la memoria de este lugar, y que se reconstruya una réplica exacta de lo que aquí hubo”.
Libro “La danza de los cuervos” revela el infierno del cuartel Simón Bolívar
La historia íntima del secreto mejor guardado de la Dictadura
03 Julio, 2012
Desde la infancia de Jorgelino Vergara, pasando por su estadía en el único cuartel de exterminio que se conoce en Chile y su posterior vida de descolgado, el periodista Javier Rebolledo revela el episodio más violento registrado en nuestra historia. A partir de los testimonios de otros ex agentes en la causa judicial y la memoria fotográfica de “El mocito”, nos muestra puertas adentro los años en que la DINA ostentaba un poderío absoluto y cómo se produjo el mayor procesamiento en causas de derechos humanos: decenas de ex agentes nunca antes nombrados en caso alguno.
En 2007, Jorgelino Vergara, “El mocito”, protagonista del documental de Marcela Said y Jean de Certeau, reveló a la justicia la existencia del único cuartel, conocido hasta ahora, donde se exterminó personas sistemáticamente. Hasta entonces el cuartel Simón Bolívar era una especie de leyenda y la Brigada Lautaro, un grupo de agentes de la DINA cuya función era prestar seguridad a su director, Manuel Contreras, era sin duda el secreto mejor guardado de la dictadura.
“Los agentes de la Brigada Lautaro fueron los más malos de los malos. El testimonio de Jorgelino grafica lo que pasó con muchas personas en Chile, pero es muy posible que hayan habido muchos otros grupos de exterminio durante la dictadura”, explica Rebolledo, en cuyo libro Vergara se decidió a hablar de todo.
Uno de los episodios más crudos de La Danza de los Cuervos es protagonizado por los entonces tenientes del Ejército, Armando Fernández Larios (vive en EEUU, protegido tras colaborar en el esclarecimiento del crimen de Orlando Letelier) y Juan Chiminelli Fullerton (procesado por la Caravana de la Muerte, también libre). No una, sino tres veces, Jorgelino recordó haber escuchado gritos desgarradores durante una madrugada de agosto de 1976, cuando el cuartel estaba ya vacío, sólo habitado por la guardia y él, que pernoctaba allí.
Segundos más tarde, Fernández Larios golpeó el vidrio de su pieza para que se levantara a limpiar la devastación humana que había dejado. Afuera, en la oscuridad, los cuerpos destruidos de los detenidos, y Fernández Larios junto a Chiminelli, con los corvos ensangrentados en sus manos, con los gestos típicos de un consumidor de cocaína.
En medio de la noche elegían un detenido, lo sacaban del calabozo, desnudo, vendado y lo llevaban hasta un paredón. Lo acuchillaban ahí mismo. Con una manguera, escoba y paños, Jorgelino debía volver todo a la normalidad. La sangre, las vísceras esparcidas en el piso, nunca las pudo olvidar. Y las caras de los detenidos tampoco.
Por cierto no son los únicos horrores recordados en el libro. También se encuentran los episodios protagonizados por el “doctor” Osvaldo Pincetti, conocido por los detenidos de la Villa Grimaldi como el Doctor Tormento, un hipnotizador que hasta antes de la dictadura tenía un programa radial en La Serena, especializado en espiritismo.
Jorgelino le llevaba cafecito a Pincetti hasta su oficina dentro del cuartel. En varias ocasiones le tocó ver a los detenidos medio idos, drogados. “El doctor Tormento” los recostaba de espalda sobre una camilla, semi sentados, para interrogarlos mientras se miraban a sí mismos en un espejo puesto en el techo. Les clavaba una aguja en el brazo, de la que colgaba una sonda. Así el detenido veía en el espejo como su sangre caía al piso, acrecentando un charco cada vez más copioso, mientras era interrogado.
Los prisioneros quedaban psicológicamente destrozados creyendo desangrarse, pero el mocito dice que pudo ver el truco: otra sonda conectada a una bolsa de sangre escondida bajo la camilla. De otra forma, habrían muerto ahí mismo.
Pero más allá de los excesos y las prácticas del “Doctor Tormento”, existía un procedimiento estándar dentro del cuartel, no menos cruel y reconocido por Jorgelino y los demás agentes de Lautaro: Detención, calabozo (camarines) y al final del pasillo, tortura con electricidad sobre una litera de fierro, esa innovación tecnológica conocida como la parrilla.
Luego de sacarle la información, traspasarla a hojas y elaborar informes, el detenido era eliminado de la forma que los agentes determinaran. Muchas veces los mataron a golpes, patadas o con palos para aplanar tierra, amarrados en el gimnasio del cuartel o asfixiados con bolsas plásticas en la cabeza. Luego, inyección de cinco miligramos de pentotal de la mano de la enfermera Calderón, para asegurar el deceso. Una vez muerto y antes de ser “empaquetado”, el soplete en el rostro y huellas dactilares. No pocas veces, el robo de tapaduras dentales.
Así se va revelando la interna del único centro de exterminio conocido a la fecha, un relato construido íntegramente a base de las declaraciones de Jorgelino Vergara y a las confesiones que los propios agentes -todos procesados pero libres- hicieron al ministro de la Corte de Apelaciones, Víctor Montiglio, por la causa Calle Conferencia, que investiga la desaparición de tres direcciones clandestinas del Partido Comunista entre mayo y diciembre de 1976.
El mocito y yo
La primera vez que Javier Rebolledo oyó de la Brigada Lautaro, fue iniciando 2007, luego de acceder a la declaración policial de Jorgelino y la de otros ex agentes confesos. La publicó junto a su colega Jorge Escalante en el diario La Nación. En mayo de ese año partió con su cámara de video hasta el número 8630 de la calle Simón Bolívar, en la comuna de La Reina, donde familiares de detenidos desaparecidos realizaban una velatón. Era el portón trasero de un liceo. Ahí captó el momento en que un vecino se acercó a los organizadores a decirles que estaban equivocados, que el cuartel Simón Bolívar quedaba en el 8800, donde hoy se erige un condominio.
Una semana después Rebolledo volvió al lugar y tocó un par de citófonos para hablar con algunos residentes. Al condominio le decían el “condemonio”. En las noches se escuchaban gritos, en el día se veían personas detenidas, inanimadas. Muchos vecinos se fueron. Una posibilidad que no tuvo ninguno o quizás solo uno -sabría con los años el periodista- de los prisioneros políticos que atravesaron el portón doble de la antigua parcela.
Ese mismo año, poco después que Jorgelino quedara en libertad por ser menor de edad al momento de los crímenes testificados, el periodista viajó al interior de Curicó con los cineastas Marcela Said y Jean De Certeau, quienes querían hacer un documental a partir de la visión singular de un ex agente de la dictadura. Como investigador y asistente de dirección del premiado documental “El mocito”, conoció cara a cara a Jorgelino y junto a los cineastas, ganó su confianza. Fueron cinco años de investigación y 30 horas de entrevistas con Jorgelino en distintos puntos de Ñuñoa.
La confesión que hizo Jorgelino sobre los crímenes de la Brigada Lautaro, no provino de un arrepentimiento espontáneo. A fines de 2006, el agente Jorge Díaz Radulovic le dijo a los agentes de la PDI que investigaban Calle Conferencia, que el asesino del secretario general del PC, Víctor Díaz López, era un tal Jorge Vergara. No sospechaba que al pronunciar estas palabras había traído con ellas su propia condena. La policía comenzó entonces la búsqueda de muchos Jorges Vergara. Incluso interrogó al ex dirigente colocolino.
Finalmente, en enero de 2007, llegaron al interior de Curicó, cerca del Lago Vichuquén. Jorgelino se dedicaba a la tala de bosques. Con una extensa cicatriz en la frente, la única marca visible de su pasado, vivía precaria pero tranquilamente junto a su mujer en una cabaña. “Los estaba esperando hace mucho tiempo”, les dijo a los agentes de la PDI y partió con ellos a declarar a Curicó. Luego de testificar por cerca de ocho horas, sus dichos resultaron tan gravitantes que el ministro Montiglio, a cargo de Calle Conferencia, suspendió sus vacaciones en la Quinta Región y ordenó que lo trasladaran de inmediato a Santiago para que se lo dijera cara a cara.
Sigilosamente, en menos de 3 meses, la PDI detuvo a gran parte de los implicados y los mantuvo incomunicados. En los careos iniciales con “El mocito” casi todos lo negaron, pero dos lo reconocieron: el coronel a cargo de la Brigada Lautaro, Juan Morales Salgado y un subordinado de éste, Jorge Pichunman. Era suficiente. Por su parte, Jorgelino reconoció a cada uno de los agentes con nombre, apellido y chapa.
Los amigos del “Mamo”
Parte de la vida de Jorgelino se hizo conocida tras el estreno del documental El mocito (2011). En junio de 1974, a los 15 años, sin padre y en situación de pobreza, llegó a servir, desde las cercanía de Curicó, comida a la casa del jefe de la DINA, Manuel “Mamo” Contreras. El responsable fue su hermano José Vicente, quien trabajaba para el general en retiro Galvarino Mandujano, compadre del “Mamo”.
En el libro se detalla cómo, con una chaqueta blanca y una humita negra atada al cuello, vivió la intimidad de una familia poco convencional. Con el tiempo se ganó el cariño de todos, sobre todo de “la tía Maruja” (María Teresa Valdebenito, ex esposa de Manuel Contreras). Lo llevaban a veranear al exclusivo balneario Rocas de Santo Domingo. Durante esos años, hizo el desayuno, compró el diario, sacó a pasear al perro Kazán, cargó el maletín y la metralleta del jefe del clan, aprendió artes marciales, el uso de armas largas y cortas y, de a poco, comenzó a sentir la necesidad de serle mucho más útil a su patrón.
En el hogar del director de la DINA vio por primera vez al agente Michael Townley, entonces simplemente “el gringo” para él. Estaba a cargo de la tecnología de la casa, sistemas de radio y teléfono de línea cerrada, con comunicación directa a sus unidades y a Pinochet. A veces lo veía enseñándole inglés a Alejandra, la segunda más chica del clan Contreras.
También fue testigo de la visita de importantes personalidades a la casa ubicada en Antonio Varas con Pocuro. Ese mismo año le sirvió unas copas a Juan María Bordaberry, dictador uruguayo y colaborador en los crímenes masivos rotulados como “Operación Colombo” y “Operación Cóndor”. Pero más común era ver, con sus familias y bebiendo, a otros miembros del servicio de inteligencia, como Alejandro Burgos De Beer, Miguel Krassnoff, Marcelo Moren Brito, Pedro Espinoza y Juan Morales Salgado, el jefe la Brigada Lautaro, entonces encargada de su guardia personal.
¿Pinochet? Para el cumpleaños de Contreras en mayo de 1976, Jorgelino dice que aparecieron dos guardaespaldas en un Ford Mercury enviado de regalo por el propio Capitán General. Lo envolvieron con una inmensa cinta de regalos. Cuando el “Mamo llegó”, sin embargo, no le dio mayor importancia. No sonrió y solo dijo algo como “chuta”, recuerda el mocito. Luego leyó la tarjeta sobre el parabrisas y subió a su dormitorio.
En ese auto viajó toda la familia a Colonia Dignidad. Jorgelino se fue con los guardaespaldas en caravana. A los colonos los recuerda con “cara de locos” e incluso para él y los agentes de Contreras, ese lugar resultaba extraño. Allí mataron el tiempo jugando carioca. Su relación con la seguridad del “Mamo” se había estrechado.
En el libro y según Jorgelino, “El Viejo Valde” (Héctor Valdebenito Araya) decía que “allá los detenidos se iban a dormir con los pescados pero sin órganos”. Y el “Negro” Ortega pensaba que se llevaban las partes a Bélgica. Pero entonces, Jorgelino estaba más preocupado de parecerse a Bruce Lee, hacer bien el ponche con pisco que tomaba el “Mamo” y de las clases de artes marciales y de tiro que la familia le regaló. El chico de 15 años quería algún día llegar a ser un militar, un profesional.
Hoy Jorgelino dice que no llegó a sentir amor por la familia, pero sí admiración por el coronel. A esas alturas (entre 1974 y 1976), como Lautaro lo hizo con Pedro de Valdivia, el mocito se había ganado la confianza de su patrón al punto que no solo era conocido como “el regalón del ‘Mamo’ Contreras”, sino que éste lo recomendaría para una nueva misión: formar parte de la Brigada Lautaro. Javier Rebolledo apunta que “es probable que el ‘Mamo’ Contreras no se haya esperado que desde su propia casa viniera tantos años después el mayor testimonio de la DINA”.
Su misión sería hacer los cafés, luego guardia y cuidar a los detenidos, con el grupo de agentes de mayor confianza del director de la DINA. Ilusionado, Jorgelino hizo las maletas y partió al cuartel general. Pedro Espinoza lo recibió y anotó su nuevo nombre, para su carné de agente: Alejandro Dal Pozzo Ferretti. Desde ahí en auto a Simón Bolívar 8800.
Conejillos de indias
Era junio de 1976 y a pesar de su juventud, Jorgelino rápidamente entendió que Simón Bolívar era un centro de exterminio. En promedio ningún detenido duraba más de una semana. Quien entraba allí solo podía salir con un riel amarrado con alambre al cuerpo, envuelto en un bolsa de polietileno y un saco papero, para luego ser dejado en la maleta de un auto con dirección al campo de entrenamiento militar y base aérea de Peldehue. Desde ahí, al mar. Otro destino eran los piques de la Cuesta Barriga.
“Los detenidos venían de otros cuarteles a recibir las sesiones de tortura práctica y también la última exprimida de limón o servir a los agentes para darse un gustito. Yo no entiendo qué puede tener que ver en un interrogatorio con electricidad, agarrar a pailazos en la cabeza a una mujer embarazada de cinco meses, como ocurrió con Reinalda Pereira”, cuenta Rebolledo.
Se refiere al episodio contado por Vergara para el libro. Pereira, recién detenida, por la Brigada Lautaro fue brutalmente interrogada por Ricardo Lawrence, Germán Barriga y la enfermera Gladys Calderón. La mujer, recuerda Jorgelino, pedía que la mataran. En vez de eso, Lawrence fue a buscar una sartén y la golpeó hasta destruirla. Al mismo tiempo, Barriga efectuaba simulacros de ejecución con una pistola vacía sobre la sien de la mujer.
Barriga se suicidó en 2005. Nunca reconoció sus crímenes. Alegaba que no lo dejaban vivir, acosándolo por crímenes inexistentes. Hoy es casi un mártir para los fanáticos de la dictadura.
El mocito también fue testigo de los inhumanos últimos días de Daniel Palma. Al dirigente comunista lo atraparon en agosto de 1976 y a pesar de su avanzada edad, los agentes Héctor Valdebenito, Manuel Obreque, Eduardo Oyarce, Bernardo Daza y Juvenal Piña le aplicaron la Gigí (máquina que genera electricidad con una manivela) en sus genitales y debajo de la lengua, como solían hacerlo con todos.
La última vez que Jorgelino lo vio, fue en el gimnasio, sentado en una silla, esposado y golpeado por varios agentes con un palo para compactar tierra. El mocito dice que caía, lo levantaban y “le volvían a dar”. Con los huesos quebrados agonizó toda la noche hasta la muerte.
En otro episodio, el mocito recordó -y luego también varios de sus ex colegas en el cuartel Simón Bolívar-, que un día de 1976 entró un auto con dos detenidos vendados, custodiados por tres agentes. Eran extranjeros. Nunca supo si se trataba de dos peruanos o de un peruano y un boliviano. De lo que sí está seguro es que se trataba de conejillos de indias. Según relata, apenas pusieron los pies fuera del auto comenzaron a ser interrogados y golpeados por Barriga, Lawrence y Morales, quien con sus tacos pateaba contra el maicillo al primero que cayó.
Lo peor estaba por venir. En menos de dos semanas llegaron Contreras, Townley y Chiminelli. En el casino esperaron la llegada de los dos prisioneros esposados y vendados. El mocito hizo café y comenzó la prueba. El coronel tomó en sus manos el nuevo dispositivo inventado por el “Gringo”, una mini Gigí que disparaba un dardo eléctrico activado por control remoto.
Entre convulsiones cayeron al piso.
Después volverían Contreras y Townley, con un juguetito del químico Eugenio Berríos. Los extranjeros estaban contra el muro del pabellón de solteros donde dormía Jorgelino. El experto en bombas, usando una especie de casco de astronauta, dice en el libro, sacó un tubito con gas sarín y disparó el spray a la nariz de uno de ellos. Murió al instante.
Al segundo, nervioso por su destino, los agentes Emilio Troncoso y Jorge Díaz Radulovic, el “Gitano”, debieron sujetarlo para que el asesino del general Prats disparara. Al hacerlo, sin querer roció también al “Gitano”, quien cayó convulsionado. Otro agente partió a buscar leche hasta que lo estabilizaron. Los extranjeros quedaron tendidos en el gimnasio para ser “empaquetados”.
“Pruebas con conejillos de indias, solo había escuchado de los campos de concentración nazi”, advierte Rebolledo, “lo mismo que matar a los detenidos a palos, con polines para aplanar tierra. En el tiempo que me tocó investigar causas de Derechos Humanos, no supe de algo más brutal que esto, es el punto más bajo de la dictadura”.
El Cuartel operó sistemáticamente haciendo valer su regla de oro: el exterminio. Pero toda regla tiene una excepción. Aparte de quienes sobrevivieron a la inyección letal -Ángel Guerrero Carrillo, joven mirista de 24 años que aún respiraba cuando el agente Bernardo Daza lo desnucó en la Cuesta Barriga, y Marta Ugarte, estrangulada por el agente Emilio Troncoso en un helicóptero del Comando de Aviación del Ejército antes de lanzarla al mar frente a Los Molles-, en los dominios del capitán Juan Morales Salgado, se cree, hubo solo una persona que logró salir con vida.
Jorgelino dice en el libro que fue un joven de 25 años. Lo habían golpeado ya bastante cuando decidieron sacarlo al estacionamiento para embutirle alcohol a la fuerza. Totalmente borracho, lo subieron a un auto e invitaron a Jorgelino a dar un paseo. “El mocito” cuenta que tomaron la carretera y pararon cerca de Graneros, el “Gitano” abrió la puerta y con una patada lo dejó tirado en la berma. Pudo haber sido el hijo de alguien influyente.
Los héroes no existen
El origen del cuartel Simón Bolívar es la Brigada Lautaro. La unidad fue creada en abril de 1974 para cumplir labores de “inteligencia” y seguridad del director de la DINA. Estuvo a cargo del capitán Juan Morales Salgado, secundado por el teniente Armando Fernández Larios. A principios de 1975, cuando la brigada alcanzaba la veintena de agentes, son trasladados a la parcela de La Reina. Tiempo después sumaban cerca de treinta.
Entre mayo y junio de 1976, se le da la orden a Morales de recibir a la Brigada Delfín, liderada por Germán Barriga, capitán de ejército y secundada por
Ricardo Lawrence, teniente de Carabineros. Venían de Villa Grimaldi con un cajón manzanero cargado de inyecciones de pentotal (droga de la verdad), y un grupo de cerca de veinte agentes, todos expertos en detención y tortura.
Por el centro de exterminio pasaron cerca de 80 militantes del Partido Comunista, incluyendo tres de sus directivas clandestinas completas. “Y probablemente unas 100 o 150 personas que no sabemos quiénes son”, estima el autor del libro. “Pueden ser de otros partidos, gente sin militancia. Jorgelino cuenta que los agentes comentaban la mala suerte de muchos de haber caído bajo sus manos”, agrega.
“Cuando se trata de tortura sistemática y brutal, los héroes no existen”, dice Rebolledo en el libro. La frase está en un capítulo llamado La espiral, que pone en contexto un problema clave en el esclarecimiento de las violaciones de los Derechos Humanos. “Un tabú que ha comprometido a las organizaciones y partidos de izquierda de Chile y el mundo: la colaboración de los militantes detenidos para suspender o mitigar los tormentos inhumanos a los que fueron sometidos”, escribió.
Fue el caso de Víctor Díaz, subsecretario del Partido Comunista, quien llegó a Simón Bolívar desde Villa Grimaldi en mayo de 1976. A pesar de que los prisioneros tenían las horas contadas, el militante, de avanzada edad entonces, estuvo siete meses en un centro donde máximo alcanzaban las dos semanas y según consigna la historia, los mismos meses en que cayeron tres directivas completas en la clandestinidad.
El “Chino” Díaz era “la presa mayor”. Según testificó en 2007 el agente Ricardo Lawrence, Díaz junto a dos dirigentes más, fueron llevados a la Casa de Piedra del Cajón del Maipo, confiscada al ex director del diario El Clarín, Darío Sainte Marie. Estaban con Contreras y Morales cuando entró Pinochet. Conversó principalmente con Díaz, “quien le señala que atacar al Partido Comunista era como sacar agua de la mar con un balde”.
Mientras estuvo en Villa Grimaldi, el jefe de la plana mayor de la Brigada Delfín, Alfonso Ojeda Obando, declaró que Víctor Díaz le dijo que colaboraría porque todos sus compañeros estaban cayendo y ya no tenía nada más que hacer. Jorgelino lo recuerda bien. Según cuenta se tenían estima y, por eso, le llevaba agua en un vaso plástico de cumpleaños. Y él se lo agradecía con un golpecito en la mano agachado, por la escotilla.
La última vez que lo vio con vida fue la navidad de 1976. Tenía ya la cena servida para los agentes de guardia, cuando sus compañeros salieron rumbo a la casa del “Mamo”. El mocito cuenta que pasó por los calabozos cargando su fusil, abrió la puerta de Díaz y lo llevó hasta el casino. Estaba débil. Luego de sacarle las esposas cenaron sin cruzar una palabra.
Entre Navidad y Año Nuevo, Jorgelino vio salir de la celda de Díaz a la enfermera Calderón con su neceser de la muerte. A esas alturas Jorgelino ya hacía guardias, tenía un arma de servicio y colaboraba en el “empaquetamiento” de las víctimas. Juan Morales le dijo a Jorgelino que lo necesitaban adentro. Ahí vio a los agentes Daza y Escalona junto al cadáver con una bolsa plástica en la cabeza.
Aunque después de cumplir 18 años, la memoria de Jorgelino “empieza a fallar”, este recuerdo gatilló la caída de la Brigada Lautaro. El 22 de enero de 2007, Juan Morales reconoció la orden de Manuel Contreras de eliminar a Díaz. Ese mismo día su subalterno Guillermo Ferrán lo confirmó y días después Jorge Pichunman aportó nuevos antecedentes: quien asfixió a Díaz fue Juvenal Piña, que el 27 de febrero confesaría el crimen en medio de llantos. Luego, otros agentes reconocieron los asesinatos cometidos ahí y ya no podían ponerse de acuerdo. El pacto de silencio de 30 años se había roto de forma definitiva.
Las lucas de Claro y los seguimientos a artistas y futbolistas
Las confesiones de Jorgelino Vergara durante las entrevistas para La Danza de los Cuervos, no sólo alcanzan al mundo militar. Uno de los nombres importantes mencionados es el de Ricardo Claro, empresario de reconocida admiración por la dictadura y cuya colaboración con el régimen no se habría limitado a ser coordinador de la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos. También habría sido financista de la DINA.
Según dice Jorgelino en el libro -testimonio utilizado por el periodista Javier Rebolledo en un reportaje para The Clinic hace unos años- fue testigo de una reunión en la casa de piedra del Cajón del Maipo entre Manuel Contreras y Ricardo Claro, quien llegó escoltado por cinco agentes de la DINA. El agente Eduardo Cabezas Mardones confesó hace unos años al ministro Montiglio que fue testigo de otra reunión -“netamente económica”- en la Enoteca del Cerro San Cristóbal, donde también estuvo Arturo Ramírez Labbé, oficial de la Fuerza Aérea encargado de buscar financiamiento.
En el capítulo titulado “Alguien tiene que ponerse” se explica cómo Claro cancelaba las remuneraciones de la DINA a través de la empresa pantalla Boxer y Asper Limitada. Cuenta Jorgelino que cuando se atrasaban los sueldos, el encargado de la plana mayor, el “Viejo” Sagardía, llamaba por teléfono a la secretaria de la empresa y le decía que por favor le pidiera los sueldos a don Ricardo Claro. Lo hacía frente a todos.
Otros antecedentes que aporta el mocito tienen que ver con seguimientos a artistas opositores. En 1977, con el Partido Comunista muy golpeado y por ende, menos actividad dentro del cuartel, Jorgelino comenzó a asumir labores de inteligencia, infiltrándose en peñas folclóricas y sacando antecedentes de personas en el Registro Civil. De los que recuerda, están el actor Héctor Noguera, la actriz Schlomit Baytelman y el cantante Fernando Ubiergo.
En su lista de sospechosos también estaban los futbolistas Carlos Caszely y Leonardo “Pollo” Véliz. Jorgelino recuerda cómo le contaron el procedimiento del Comando de Vengadores de Mártires -formado en 1980 para vengar el asesinato del capitán de Ejército Roger Vergara, a manos del MIR- para incendiar el restaurante Campo Lindo, propiedad de los cracks de la selección chilena.
La danza de los cuervos / el destino final de los detenidos desparecidos
Javier Ignacio Rebolledo
Junio 2012, 277 páginas.
theclinic.cl
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